A polis y ladrones – El mirón (IX)
Así que, una tarde después de las clases, decidí pasarme por la comisaría a poner en conocimiento de las autoridades competentes ciertos aspectos de mi comunidad de vecinos sobre los que creía que era importante que estuvieran al corriente.
Mientras esperaba, pensé que no tenía claro si prefería que me atendiera Santiago o no, teniendo en cuenta los evidentes sentimientos que despertaba en mí y lo inadecuados que resultaban dado su estado civil. Pero no tuve elección, me vino a buscar él.
En primer lugar, le manifesté mis dudas sobre el llamado “piso maldito” de nuestra comunidad. Le expliqué lo que la Paqui me había contado acaecido en los 70 y que había conmocionado a todo el barrio. En aquel piso vivía un matrimonio que fue brutalmente asesinado una noche mientras dormían, y tras el monstruoso homicidio de los dos apreciados convecinos, que aparentemente llevaban una vida rutinaria y apática, o sea, normal, nunca se supo quién cometió el crimen. Al poco tiempo, el único hijo del matrimonio, que ya no vivía con ellos, se deshizo del piso y lo vendió a alguien que siempre se había mantenido en el anonimato y que lo había tenido desde entonces cerrado a cal y canto. Y a mí, había algo que no me encajaba. Porque yo creer, me puedo creer que un piso tenga fantasmas, y que las almas en pena de los terriblemente asesinados allí, vaguen desconsoladas por el piso sin poder descansar y se dediquen a subir y bajar las persianas eternamente para llamar la atención de los vecinos, que vislumbran sus espectrales sombras tras las ventanas. Eso me lo puedo creer. Ahora, lo que no me puedo creer es que, en pleno desenfreno especulativo inmobiliario, el propietario de ese piso no le haya sacado el máximo provecho, cuando en ese barrio se habían vendido como rosquillos cuchitriles a precio de mansión de lujo.
El segundo tema que me tenía en vilo era la desaparición de Esther, la excompañera sentimental de Paco. Le expliqué que se había esfumado sin dejar rastro, ni siquiera se había despedido del trabajo, precisamente unas semanas antes del asesinato del mirón. El pequeño detalle que eludí contar a Santiago era que Paco había estado a punto de estrangularme en nuestra clase de defensa personal, pero pensé que iba a inculparlo demasiado, y había algo en mi interior que me decía que, aunque a lo mejor tenía algún problemilla psicológico, Paco no era un asesino, pero me quedaba un pequeño resquicio de duda y creía importante investigar qué había pasado con Esther.
Estuve allí casi dos horas, él me preguntó también por los demás vecinos y yo le conté lo que sabía y me pareció relevante. Y también hablamos de cosas que iban surgiendo en la conversación y que no tenían nada que ver con el caso...
Cuando salí de la comisaría, sentí el impulso de volver a entrar y quedarme allí con Santiago toda la vida, pero me puse en dirección a la frutería de mi barrio.
Cuando llegué, vi que también estaba Nuria, la de los Serrano, que hablaba airada con la cajera que le pesaba la fruta sobre los trámites de adopción de la niña china.
-Mira, estoy harta de que nos pongan tantas pegas. Pues no nos dijeron el otro día que si ya teníamos cinco, para qué queríamos tener más. Y a ellos qué les importa, si económicamente podemos. Mira, me entraron ganas de coger el boli y clavárselo a la tía en la frente...
Ni siquiera se dio cuenta de que yo estaba al lado pagándole a la otra dependienta, intenté que mi presencia pasara desapercibida y salí sin que me viera. Me pregunté si Nuria sería capaz de matar realmente a alguien, porque decir, muchas veces decimos barbaridades que luego no haríamos.... ¿o sí...?
En ese momento, vi que el presidente de nuestra comunidad se acercaba caminando hacia mí, mientras hablaba concentrado por teléfono sin fijarse en mi persona:
-No, no te preocupes, nadie se va a enterar, está todo atado y bien atado...
Me empecé a poner nerviosa... Intenté tranquilizarme pensando que, trabajando en Hacienda, y teniendo los entretenimientos sexuales que tenía, esa frase podía referirse a cualquier otra cosa... Pero, lo que me aterrorizó realmente fue, al abrir la puerta del portal, ver que estaban esperando el ascensor Doña Urraca y el señor Mateu. No tenía escapatoria, tenía que subir con ellos. Ella me miró de arriba abajo y, con su habitual acritud, en seguida me sacó uno de los dos temas recurrentes que todo el mundo te suelta cuando eres profesora, que hay que ver cómo está la juventud de hoy en día, que que maleducados que son, que adónde vamos a ir a parar, virgen santa... El otro tema recurrente, el del chollo de las vacaciones, no salió. Ella habló todo el rato sin parar, yo no hacía más que asentir, el señor Mateu tampoco dijo ni pío, se limitaba sonreír. Me parecían tan siniestros los dos... Afortunadamente, ellos bajaron en el tercero. Al llegar a mi planta y abrirse las puertas, me encontré a Pere y ambos nos asustamos al vernos. Me soltó nervioso que había decidido subir andando (¡al octavo!) para hacer ejercicio. Eso no me lo creo yo ni harta de vino, Pere es de los coge el coche hasta para ir a comprar el pan a la vuelta de la esquina.
Cuando entré en mi piso, cerré la puerta echando el cerrojo sintiendo el corazón que se me iba a salir del pecho. Cualquier mínimo detalle me hacía sospechar de todos y cada uno de mis vecinos. Me iba a volver loca. Me quité los zapatos y me fui a tumbarme al sofá. Me apreté un cojín contra cara y grité con todas mis fuerzas.