domingo, 19 de abril de 2009

A polis y ladrones - El mirón XXIII

Como ya no podía continuar el caso oficialmente, porque me habían retirado de él y, además, me habían dado vacaciones forzosas, decidí actuar en la clandestinidad. Aprovechando que había entablado ya casi amistad con su familia, después de haber hablado tantas veces con su madre durante aquella angustiosa semana de desaparición, al ver a su padre solo en la cafetería del hospital, me acerqué con normalidad para que me contara lo que había pasado. A mí casualmente se me olvidó decirle que me habían apartado del caso y él me lo explicó todo. Al parecer, Laura había pasado todos aquellos días en los que había estado desaparecida en casa de un amigo raro, (según palabras de su padre), un tal Joan Prats Brull que vive en Barcelona y que se encontraba con ella cuando la atropellaron, artista o algo así, que aseguraba que Laura sólo le había pedido si podía quedarse en su casa unos días porque necesitaba cambiar de aires, y él no le había pedido explicaciones. Tras practicarle las pertinentes pruebas médicas, porque él se había llevado algún rasguño en el accidente, se lo habían llevado a la comisaría a declarar.
Calculé que no lo tendrían demasiado rato declarando y decidí ir a verlo a su casa por la noche.
Mientras me dirigía a su domicilio, recordé cuando estuve en el despacho del comisario. Me daba rabia no haber sido capaz de contestarle, de decirle que sabía en qué asuntos delictivos él y otros compañeros estaban metidos, tampoco arriesgaba tanto, que me apartaran del caso era señal inequívoca que ya estaban tramando algo para inculparme en el caso a mí también como lo estaban intentando con Laura. No se podía decir que yo fuera una persona violenta, de hecho, me caracterizaba por ser bastante diplomático y contenido en mis reacciones, y había algo en ello que a mí mismo me había molestado siempre. En el fondo, a veces pensaba que me faltaba coraje en algunas situaciones, y no sólo en el trabajo, también en mi vida personal. Luego me reconfortaba diciéndome que no soy un Neanderthal y que yo hago las cosas de otra forma, pero en mi interior, seguía pensando que me faltaban huevos. Sin embargo, aquella mañana algo había cambiado ligeramente en mí. Literalmente, quería cargarme a alguien, pero en vez de pensar en ir estúpidamente a descerrajarle un tiro al comisario en plena comisaría, empecé a reflexionar fríamente cómo iba a vengarme.
Estando en estas reflexiones, llegué a casa del amigo de Laura. Efectivamente, era artista, de esos que no se sabe muy bien de qué, pero lo son. Vivía en un quinto sin ascensor en el Borne, en un loft de 200 metros que también era su taller, compartiendo piso con todo tipo de cacharros y, en mi ignorante opinión, directamente basura recogida de la calle. Nada más entrar, te recibía una estatua de tamaño natural de Cristo en su trono, seguramente había adornado antaño alguna iglesia, pero estaba bastante deteriorada, incluso a Cristo le faltaba la mano que señala y le había colocado alrededor del cuello un collar de preservativos de colores.
Le dije que era policía y él me respondió que ya había dicho todo lo que sabía en la comisaría, pero cuando insistí en que me lo volviera a contar, me hizo entrar con parsimonia, como si le diera igual que entrara o que me fuera, a través de aquella jungla de cachivaches que parapetaba en su otro extremo un cómodo sillón de piel delante de un ventanal enorme con vistas al mar.