Primera parte
El policía que me enseñó la web y me volvió a tomar declaración fue el agente Santiago, al que poco tiempo después habría de llamar Santi, y apodado por mí antes de conocer su nombre, el sonrisas. No sabía por qué, pero, desde el día que él y su compañero estuvieron en mi casa, cuando yo hice aquella declaración tan penosa y a él se le escapó media sonrisa, se me había quedado una espinita clavada y deseaba tener la oportunidad de volverlo a ver sólo para demostrarle que no estaba loca, o al menos, no tanto.
Mientras me enseñaba la página de internet se sentó a mi lado y su olor me recordó al sauvignon blanc, un vino muy controvertido que, o bien uno lo detesta porque le huele a pis de gato, o bien te encanta como a mí, que me huele intensamente a piel. Mi conversación con él fue de lo más normal y del todo profesional por su parte, pero, desde que Santiago me entró por la nariz, ya no lo pude sacar de mi cabeza.
Los días siguientes, excitada por el éxito de mi primera colaboración con la policía y por la perspectiva de volver a ver a Santiago, no dejaba de pensar que tenía que seguir haciendo averiguaciones sobre el caso del mirón aprovechando mi privilegiada situación de vecina. Pero no sabía por dónde empezar. Y un día, mientras fregaba los platos y miraba hacia la ventana desde donde la intimidad de los vecinos había sido robada, se me ocurrió que quizá si conseguía entrar en su habitación podría descubrir algo. Empecé a pensar que, para entrar, podría hacerme pasar por comercial de Timofónica, o revisora del gas, o instaladora de adsl, o fumigadora de cucarachas, aunque no acababa de ver yo clara ninguna de estas opciones.
Una noche, oigo música del Bisbal a todo trapo, e impelida hacia la ventana para ver de dónde viene, veo que en el piso del fallecido tienen las ventanas de par en par y se ve a multitud de jovenzuelos en una fiestaza del copón. Al parecer, el período de duelo por el homicidio de su compañero había pasado, o debían pensar aquello de que el muerto al hoyo y el vivo al bollo. En cualquier caso, me dije que a la ocasión la pintan calva y que no podía desperdiciar aquella oportunidad. En aquel momento me alegré de mi aspecto juvenil y de que siempre me echen diez años menos de los que tengo. Rebusqué en el armario y encontré un top que se había dejado mi sobrina en casa, que decía “Do you wanna be my lover?”, me puse una mini-minifalda tejana que sólo me atrevía a ponerme para ir a la playa, me hice dos coletas, y rematé con unos zapatos rojos de tacón, y cuando me miré al espejo, me pareció que tenía suficiente aspecto de lolita y recé por que en aquella fiesta no hubiera ningún alumno mío. Cogí unas cervezas, las metí en una bolsa y salí de casa. Afortunadamente, cuando llegué al portal, había un grupo de chicos que ya venían entonados y que indudablemente iban a la fiesta, y, entre risas y tonterías, subí con ellos y acabé colándome en el piso.
Lo que pasó en la fiesta, el miércoles...