Calculé que no lo tendrían demasiado rato declarando y decidí ir a verlo a su casa por la noche.
Mientras me dirigía a su domicilio, recordé cuando estuve en el despacho del comisario. Me daba rabia no haber sido capaz de contestarle, de decirle que sabía en qué asuntos delictivos él y otros compañeros estaban metidos, tampoco arriesgaba tanto, que me apartaran del caso era señal inequívoca que ya estaban tramando algo para inculparme en el caso a mí también como lo estaban intentando con Laura. No se podía decir que yo fuera una persona violenta, de hecho, me caracterizaba por ser bastante diplomático y contenido en mis reacciones, y había algo en ello que a mí mismo me había molestado siempre. En el fondo, a veces pensaba que me faltaba coraje en algunas situaciones, y no sólo en el trabajo, también en mi vida personal. Luego me reconfortaba diciéndome que no soy un Neanderthal y que yo hago las cosas de otra forma, pero en mi interior, seguía pensando que me faltaban huevos. Sin embargo, aquella mañana algo había cambiado ligeramente en mí. Literalmente, quería cargarme a alguien, pero en vez de pensar en ir estúpidamente a descerrajarle un tiro al comisario en plena comisaría, empecé a reflexionar fríamente cómo iba a vengarme.
Estando en estas reflexiones, llegué a casa del amigo de Laura. Efectivamente, era artista, de esos que no se sabe muy bien de qué, pero lo son. Vivía en un quinto sin ascensor en el Borne, en un loft de 200 metros que también era su taller, compartiendo piso con todo tipo de cacharros y, en mi ignorante opinión, directamente basura recogida de la calle. Nada más entrar, te recibía una estatua de tamaño natural de Cristo en su trono, seguramente había adornado antaño alguna iglesia, pero estaba bastante deteriorada, incluso a Cristo le faltaba la mano que señala y le había colocado alrededor del cuello un collar de preservativos de colores.
Le dije que era policía y él me respondió que ya había dicho todo lo que sabía en la comisaría, pero cuando insistí en que me lo volviera a contar, me hizo entrar con parsimonia, como si le diera igual que entrara o que me fuera, a través de aquella jungla de cachivaches que parapetaba en su otro extremo un cómodo sillón de piel delante de un ventanal enorme con vistas al mar.