Ayer fui a ver “El perro mongol”. La película te muestra la vida bucólica y pastoril de una familia actual de nómadas mongoles que viven allí solos en medio de la estepa, con sus cabritas y su casita desmontable, tan felices, viviendo al margen del progreso, que por un momento la urbanita que hay en mí deseó formar parte de aquella familia (sí, pero sólo por un momento, eh...) Pero lo que realmente me fascinó, fueron los niños, siempre sonrientes, tan monos con sus coletitas tiesas para arriba, que se divertían simplemente cantando y saltando encima de una caja o recogiendo estiércol seco, que escuchaban embelesados la fábulas fantásticas que les contaba una abuela arrugada y reflexionaban sobre el sentido de la vida… Y claro, no pude sino compararlos con las personitas con las que me enfrento a diario, y pensé que dentro de mis alumnos sobreexcitados con tanto imput televisivo-internético-playesteishon debía haber unos niños encantadores como aquellos, pero que, tal y como ya dijo Rousseau, la sociedad los había corrompido. Y entonces, tuve una iluminación. En vez de hacer tanto intercambio con Francia, lo que habría que hacer es enviar a nuestros alumnos una temporadita a que recojan alegremente estiércol seco en mitad de la estepa mongola, a ver si recuperan la ingenuidad y la capacidad de estar sentaditos calmados escuchando. (Moraleja: hoy he castigado a 5 alumnos a quedarse al acabar las clases a copiar estúpidamente el libro de francés. Como no nos pongan puente aéreo con la estepa mongola, me quedan muchos días de quedarme yo también castigada con ellos al acabar las clases)
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